A propósito de la muestra inaugurada esta semana en el Museo Nacional de Bellas Artes, que abarca seis décadas de carrera, su estética es analizada por uno de sus colegas más cercanos
En el contexto de la excepcional muestra que se inauguró esta semana en el Museo Nacional de Bellas Artes (MNBA), Luis Felipe Noé se dispone a lanzar un nuevo libro, editado por el mismo museo, dedicado a lo que podría considerarse uno de los temas recurrentes -para algunos, el más determinante- entre los muchos de los cuales el pintor se ha ocupado extensamente en ensayos, textos, opiniones y declaraciones a lo largo de más de cincuenta años de prodigiosa carrera. Ese leitmotiv es, desde luego, el caos.
Desde el título mismo del libro, El caos que constituimos, Noé induce a la reflexión. La frase resume la hipótesis conceptual que desarrolla en dos grandes capítulos, "La asunción del caos" y "El caos como estructura". Noé parece decir que no hay otro modo de abordar el pensamiento sobre el caos que aquel donde el sujeto autor y el objeto de análisis se conciban como actuados por el mismo fenómeno, como si se engendraran mutuamente. Y también que, en la pluralidad de esa primera persona, va a examinarse la vigencia de un conflicto de la conciencia universal, y no sólo de la experiencia subjetiva de un artista.
Tan temprano como en Antiestética, su fundacional libro-manifiesto de 1965 -reeditado en 2015 - un Noé estimulado e influido por las turbulencias de una década de incipientes combates contraculturales, marcada por el vigor de las insurgencias revolucionarias, ya decía: "La crisis se convirtió en caos y el caos dejó a un hombre caotizado pero, en definitiva, el único punto real de referencia". [.] "Las dos exigencias de la hora son organicidad y objetivación. No basta el testimonio del caos sin asumirlo. Asumir el caos es tomar conciencia del desorden en que vivimos como un todo orgánico alrededor nuestro. Objetivarlo quiere decir ponerlo ante nuestros ojos como algo global y orgánico".
El artista planteaba las bases de sus meditaciones militantes sobre la idea del caos, al privilegiar los términos estéticos y político-sociológicos sobre las nociones que hubieran podido dictarle, a un Noé lector exhaustivo y enjundioso, las páginas del mito, la religión o la filosofía.
No se trataba, por ejemplo, de evocar el caos según lo expresado en el Génesis, allí donde "la Tierra no tenía forma todavía, y la nada y las tinieblas reinaban sobre la faz del abismo". Tampoco importaba en todo caso la personificación del vacío primordial, ese "estadio previo a la gran obra de la creación, en un tiempo en que los elementos del mundo no habían sido puestos en orden todavía", como lo quería la Antigüedad clásica.
En cambio, en conceptos como los de "ruptura de la unidad" y "visión quebrada", también desarrollados en Antiestética, Noé concentraba el foco tanto en el impacto sobre el sujeto social, y circunstancial espectador, como en las tormentas formales corroboradas en el propio sistema del pintor y en la urgente coyuntura que enfrentaban la pintura y el arte. Al aludir a la crisis de estructuras de la civilización occidental, concluía que la onda expansiva de ese colapso ya no iba a poder contenerse en las garantías y convenciones de la representación; un germen disolvente se había instalado en el cuerpo mismo del lenguaje.
A partir de ese momento y en mayor o menor medida, no habrá una sola obra de Noé que desconozca ese complejo escenario, y que de algún modo no se nutra de los flujos y reflujos de esa dialéctica. Un movimiento perpetuo que si bien se confiesa análogo a las disruptivas mascaradas de ese nuevo paradigma, al mismo tiempo reniega de ser meramente su obediente reflejo.
El advenimiento del caos, según Noé, tiene fecha de iniciación pero no de vencimiento. Y ahora mismo, con detectivesco fervor intelectual, el artista insiste en detectar cómo altera el metabolismo de los eventualmente ordenados estamentos del arte. En un mundo abarrotado de imágenes, tan multiforme y aluvional como sin sentido y fuera de quicio, establece cortes analíticos e indagaciones transversales en diversos estratos de la historia y del presente, de manera perfectamente sintonizada con el método de su pintura.
Una herramienta refleja a la otra y ambas buscan constituir la fisonomía de una sinfónica imago mundi. Una figura cara al canon Noé que, si bien en términos clásicos sería lo opuesto al caos, en el irreductible prisma del artista también lo contiene.
Para Noé la pintura es acción, sensación y pensamiento, simulacro y procedimiento lógico, versión de un universo propio, y a la vez verificación del mundo como un cristal estallado. El carácter convulsionado, distópico, heterogéneo y -en última instancia- incógnito de este real-caótico compromete la autarquía del lenguaje con la irrupción de la discordancia y el desplazamiento permanentes.
Ése parece ser el diagnóstico que el estratega Noé entiende al dar batalla en el campo de las paradojas, esas que tanto le gustan y donde el mundo y los relatos e invenciones del arte se integran y desintegran mutuamente. En ese contrapunto pendular palpita una trémula cosmovisión, en inmanente estadio de transformación e inestabilidad. Del caos como revelación y constatación crítica, Noé ha pasado al caos como programa.
El autor es artista. En 2006 confundó con Noé el proyecto dedicado al dibujo La línea piensa, que continúa desde entonces en el Centro Cutural Borges
Fuente LA NACION